por Guillermo Wierzba*
El debate sobre la inflación trasciende la coyuntura y divide aguas. Abordarlo sin la idea de la distribución de la riqueza, es lo mismo que el discurso sobre la pobreza que omite la igualdad como central. Así planteados, estos debates comprometen la idea misma de democracia. El neoliberalismo arrasó con derechos conquistados e impuso un modelo de sociedad de mercado construida sobre la noción de individuos-consumidores que redujo y desplazó la noción de ciudadano. Esta sustitución significó un retroceso devenido de la sustancial remercantilización de bienes que satisfacen necesidades básicas, (por ejemplo: alimentos) cuyas coberturas habían sido previamente reconocidas como derechos humanos por el desarrollo del pensamiento democrático y por los protagonismos populares que se desplegaron para sostenerlo. Así, la salud y la educación, las pensiones de vejez y otras conquistas sociales fueron degradadas a la condición de mercancías.
Argentina transcurrió estos últimos años con tasas de inflación más altas que en la década del noventa. Sin embargo, resulta diferente la situación actual a la del 2003 (momentos iniciales del despliegue de la política económica en curso) en los que las subas de precios significaban, centralmente, reacomodamiento de precios relativos. Hoy hay puja distributiva, con una considerable caída estructural del desempleo y con discusión salarial en paritarias.
Es decir, fuera de las lógicas mercantiles desplegadas en el marco de una explicitada política oficial de mejorar la participación de los salarios en el ingreso y acompañada por iniciativas importantes y concretas de reparación a los sectores más sumergidos, como la asignación universal por hijo y el plan Argentina Trabaja.
Las mejoras en los ingresos de los más humildes implican un aumento del consumo de los bienes de necesidad esencial, fundamentalmente alimentos. Las empresas que integran las cadenas de esos sectores se apropian de las mejoras de los ingresos de los asalariados y beneficiarios de planes. Lo hacen en el mercado formando y disponiendo precios.
Economistas ortodoxos y algunos heterodoxos, referentes de la oposición política y encumbrados exponentes del empresariado concentrado se esfuerzan con denuedo en otorgarle a la cuestión de la inflación el lugar central, cuando no exclusivo, en los objetivos de la política económica.
Así el supuesto, clave del esquema, es la necesidad de un nivel de desempleo que asegure la no aceleración de la inflación, o sea, una gran desocupación para evitar que los trabajadores pujen por mejoras salariales que recorten las ganancias empresarias.
Así la discusión sobre el carácter del ordenamiento del sistema de precios presenta dos vertientes:
1. La de los planes clásicos de estabilización. Reducción de la demanda para que caiga la producción y el empleo, desarticulando la capacidad negociadora de los gremios, garantizando la no afectación de las ganancias empresarias, y componiendo un marco de retroceso de la justicia distributiva. Los regímenes de metas de inflación y de devaluaciones seriales son alternativas para esta lógica que supone un orden exclusivamente mercantil.
2. La otra visión afirma el objetivo de redistribuir la riqueza, con intervención pública en la determinación de los precios mediante procedimientos de administración de los mismos, establecimiento de controles, creación de empresas u ofertas testigo y dispositivos de promoción de la competencia cuando sea factible. Así, la presencia de mecanismos extra-mercantiles en la formación de precios, especialmente en la de los bienes que cubren derechos sociales, persigue la meta de garantizar y afirmar el objetivo distributivo.
Queda planteada una discusión sobre las estrategias respecto de la inflación. Un abordaje democrático y transformador, respetuoso de la Constitución, requiere de la desmercantilización de los derechos esenciales de los ciudadanos.
* Economista, Director del Cefid-AR - Prof. de la UBA
Miembro de la Coordinación de Carta Abierta